Las Virtudes > La virtud de la templanza

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 22 de noviembre de 1978


La virtud de la templanza

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. En las audiencias de mi ministerio pontificio he procurado ejecutar el “testamento” de mi predecesor predilecto Juan Pablo I. Como ya es sabido, no ha dejado un testamento escrito, porque la muerte le acogió de forma inesperada y de repente; pero ha dejado algunos apuntes de los que resulta que se había propuesto hablar, en los primeros encuentros del miércoles, sobre los principios fundamentales de la vida cristiana, o sea, sobre las tres virtudes teologales —y esto tuvo tiempo de hacerlo él—, y después, sobre las cuatro virtudes cardinales —y esto lo está haciendo su indigno Sucesor—. Hoy ha llegado el turno de hablar de la cuarta virtud cardinal, la “templanza”, llevando así a término en cierto modo el programa de Juan Pablo I, en el que podemos ver como el testamento del Pontífice fallecido.

2. Cuando hablamos de las virtudes —no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes— debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene “raíces” profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa “virtuosamente”; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, hoy precisamente, hablamos del hombre “moderado” (o también “sobrio”).

Añadamos enseguida que todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente. Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre pueda ser “moderado” (o “sobrio”).

3. El mismo término “templanza” parece referirse en cierto modo a lo que está fuera del hombre. En efecto, decimos que es moderado el que no abusa de la comida, la bebida o el placer; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia por el uso de estupefacientes, etc. Pero esta referencia a elementos externos al hombre tiene la base dentro del hombre. Es como si en cada uno de nosotros existiera un “yo superior” y un “yo inferior”. En nuestro “yo inferior” viene expresado nuestro cuerpo y todo lo que le pertenece: necesidades, deseos y pasiones, sobre todo las de naturaleza sensual. La virtud de la templanza garantiza a cada hombre el dominio del “yo superior” sobre el “yo inferior”. ¿Supone acaso dicha virtud humillación de nuestro cuerpo? ¿O quizá va en menoscabo del mismo? Al contrario, este dominio da mayor valor al cuerpo. La virtud de la templanza hace que el cuerpo y los sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano.

El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el “corazón”. ¡El hombre que sabe dominarse! Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre “sea” plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser “víctima” de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como por ejemplo un alcohólico, un drogado), y constatamos que “ser hombre” quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

4. A esta virtud se la llama también “sobriedad”. Es verdaderamente acertado que sea así. Pues, en efecto, para poder dominar las propias pasiones: la concupiscencia de la carne, las explosiones de la sensualidad (por ejemplo, en las relaciones con el otro sexo), etc., no debemos ir más allá del límite justo en relación con nosotros mismos y nuestro “yo inferior”. Si no respetamos este justo límite, no seremos capaces de dominarnos.

Esto no quiere decir que el hombre virtuoso, sobrio, no pueda ser “espontáneo”, ni pueda gozar, ni pueda llorar, ni pueda expresar los propios sentimientos; es decir, no significa que deba hacerse insensible, “indiferente”, como si fuera de hielo o de piedra. ¡No! ¡De ninguna manera! Es suficiente mirar a Jesús para convencerse de ello.

Jamás se ha identificado la moral cristiana con la estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de afectos y emotividad de que todos los hombres están dotados —si bien de modo distinto: de un modo el hombre y de otro la mujer, a causa de la propia sensibilidad—, hay que reconocer que el hombre no puede alcanzar esta espontaneidad madura, si no es a través de un laborío sobre sí mismo y una “vigilancia” particular sobre todo su comportamiento. En esto consiste, por tanto, la virtud de la “sobriedad”.

5. Pienso también que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la “humildad del cuerpo” y la “del corazón”. Esta humildad es condición imprescindible para la “armonía” interior del hombre, para la belleza “interior” del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Acordémonos de que el hombre debe ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza todos los esfuerzos encaminados al cuerpo no harán —ni de él, ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.

Por otra parte, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y con frecuencia graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad? A este propósito podrían decir mucho las estadísticas y las fichas clínicas de todos los hospitales del mundo. También tienen gran experiencia de ello los médicos que trabajan en consultorios a los que acuden esposos, novios y jóvenes. Es verdad que no podemos Juzgar la virtud basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero sin embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de virtud, de templanza, de sobriedad, perjudican a la salud.

6. Es necesario que termine aquí, aunque estoy convencido de que el tema queda interrumpido, más bien que agotado. A lo mejor un día se presente la ocasión de volver sobre él.

De este modo he tratado de ejecutar, como he podido, el testamento de Juan Pablo I.

A él pido que rece por mí cuando tenga que pasar a otros temas en las audiencias del miércoles.

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Las Virtudes > La virtud de la fortaleza

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 15 de noviembre de 1978


La virtud de la fortaleza

Queridísimos hermanos y hermanas:

El Papa Juan Pablo I, hablando desde el balcón de la basílica de San Pedro al día siguiente de su elección recordó, entre otras cosas, que en el Cónclave del día 26 de agosto, cuando se veía ya claro que iba a ser elegido él precisamente, los cardenales que estaban a su lado le susurraron al oído: ¡Ánimo! Probablemente esta palabra la necesitaba en aquel momento y se le quedó grabada en el corazón, puesto que la recordó enseguida al día siguiente. Juan Pablo I me perdonará si ahora utilizo esta confidencia. Creo que a todos los aquí presentes podrá introducirnos del modo mejor en el tema que me propongo desarrollar. En efecto, deseo hablar hoy de la tercera virtud cardinal: la fortaleza. A esta virtud concreta nos referimos cuando queremos exhortar a alguien a tener valor, como lo hizo el cardenal que se encontraba cerca de Juan Pablo I en el Cónclave al decirle: ¡Ánimo!

¿A quién tenemos nosotros por hombre fuerte, hombre valiente? De costumbre esta palabra evoca al soldado que defiende la patria exponiendo al peligro su incolumidad y hasta la vida en tiempo de guerra. Pero a la vez nos damos cuenta de que también en tiempo de paz necesitamos fortaleza Y por ello, sentimos estima grande de las personas que se distinguen por lo que se llama “coraje cívico”. Un testimonio de fortaleza nos lo ofrece quien expone la propia vida por salvar a alguno que está a punto de ahogarse, o también por el hombre que presta ayuda en las calamidades naturales: incendios, inundaciones, etc. Ciertamente se distinguía por esta virtud San Carlos, mi Patrono, que durante la peste de Milán seguía ejerciendo el ministerio pastoral entre los habitantes de dicha ciudad. Pero pensamos con admiración asimismo en los hombres que escalan las cimas del Everest y en los astronautas, que pusieron el pie en la luna por vez primera.

Como se deduce de todo esto, las manifestaciones de la virtud de la fortaleza son abundantes. Algunas son muy conocidas y gozan de cierta fama. Otras son más ignoradas, aunque exigen mayor virtud aún.

Como ya hemos dicho al comenzar, la fortaleza es una virtud, una virtud cardinal.

Permitidme que atraiga vuestra atención hacia ejemplos poco conocidos en general, pero que atestiguan una virtud grande, a veces incluso heroica. Pienso por ejemplo en una mujer, madre de familia ya numerosa, a la que muchos “aconsejan” que elimine la vida nueva concebida en su seno y se someta a una “operación” para interrumpir la maternidad; y ella responde con firmeza: “¡no!”. Ciertamente que cae en la cuenta de toda la dificultad que este “no” comporta: dificultad para ella, para su marido, para toda la familia; y sin embargo, responde: “no”. La nueva vida humana iniciada en ella es un valor demasiado grande, demasiado “sacro”, para que pueda ceder ante semejantes presiones.

Otro ejemplo: Un hombre al que se promete la libertad y hasta una buena carrera, a condición de que reniegue de sus principios o apruebe algo contra su honradez hacia los demás. Y también éste contesta “no”, incluso a pesar de las amenazas de una parte y los halagos de otra. ¡He aquí un hombre valiente!

Muchas, muchísimas son las manifestaciones de fortaleza, heroica con frecuencia, de las que no se escribe en los periódicos y poco se sabe. Sólo la conciencia humana las conoce... y ¡Dios lo sabe!

Deseo rendir homenaje a todos estos valientes desconocidos. A todos los que tienen el valor de decir “no” o “sí” cuando ello resulta costoso. A los hombres que dan testimonio singular de dignidad humana y humanidad profunda. Justamente por el hecho de que son ignorados, merecen homenaje y reconocimiento especial.

Según la doctrina de Santo Tomás, la virtud de la fortaleza se encuentra en el hombre:

— que está dispuesto a aggredi pericula, a afrontar los peligros;

— que está dispuesto a sustinere mala, o sea, a soportar las adversidades por una causa justa, por la verdad, la justicia, etc.

La virtud de la fortaleza requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y, sobre todo, del miedo. Porque el hombre teme por naturaleza espontáneamente el peligro, los disgustos y sufrimientos. Pero no sólo en los campos de batalla hay que buscar hombres valientes, sino en las salas de los hospitales o en el lecho del dolor. Hombres tales podían encontrarse a menudo en campos de concentración y en lugares de deportación. Eran auténticos héroes.

El miedo quita a veces el coraje cívico a hombres que viven en clima de amenaza, opresión o persecución. Así, pues, tienen valentía especial los hombres que son capaces de traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de rendir testimonio de la verdad y la justicia. Para llegar a tal fortaleza el hombre debe “superar” en cierta manera los propios límites y “superarse” a sí mismo, corriendo el “riesgo” de encontrarse en situación ignota, el riesgo de ser mal visto, el riesgo de exponerse a consecuencias desagradables, injurias, degradaciones, pérdidas materiales y hasta la prisión o las persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza, el hombre debe estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien a que se entrega. La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse. Esta virtud tenía ya perfil bien definido entre los antiguos. Con Cristo ha adquirido perfil evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a hombres débiles, pobres, mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos; y al mismo tiempo, contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con frecuencia repite: “No tengáis miedo” (Mt 14, 27). Enseña al hombre que es necesario saber “dar la vida” (Jn 15, 13) por una causa justa, por la verdad, por la Justicia.

Deseo referirme también a otro ejemplo que nos viene de hace 400 años, pero que sigue vivo y actual. Se trata de la figura de San Estanislao de Kostka, Patrono de la juventud, cuya tumba se encuentra en la iglesia de San Andrés al Quirinale de Roma. En efecto, aquí terminó su vida a los 18 años de edad, este Santo de natural muy sensible y frágil, y que sin embargo fue bien valiente. A él, que procedía de familia noble, la fortaleza lo llevó a elegir ser pobre siguiendo el ejemplo de Cristo, y a ponerse exclusivamente a su servicio. A pesar de que su decisión encontró fuerte oposición en su ambiente, con gran amor y gran firmeza a la vez, consiguió realizar su propósito condensado en el lema “Ad maiora natus sum: He nacido para cosas más grandes”. Llegó al noviciado de los jesuitas haciendo a pie el camino de Viena a Roma, huyendo de quienes le seguían y querían, por la fuerza, disuadir a aquel “obstinado” joven de sus intentos.

Sé que en el mes de noviembre muchos jóvenes de toda Roma, sobre todo estudiantes, alumnos y novicios, visitan la tumba de San Estanislao en la iglesia de San Andrés. Yo me uno a ellos porque también nuestra generación tiene necesidad de hombres que sepan repetir con santa “obstinación”: “Ad maiora natus sum”. ¡Tenemos necesidad de hombres fuertes!

Tenemos necesidad de fortaleza para ser hombres. En efecto, hombre verdaderamente prudente es sólo el que posee la virtud de la fortaleza, del mismo modo que hombre verdaderamente justo es sólo el que tiene la virtud de la fortaleza.

Pidamos este don del Espíritu Santo que se llama “don de fortaleza”. Cuando al hombre le faltan fuerzas para “superarse” a sí mismo con miras a valores superiores como la verdad, la justicia, la vocación, la fidelidad conyugal, es necesario que este “don de lo alto” haga de cada uno de nosotros un hombre fuerte y que en el momento oportuno nos diga “en lo íntimo”: ¡Ánimo!

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Las Virtudes > La virtud de la justicia

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de noviembre de 1978


La virtud de la justicia

Queridos hermanos y hermanas:

1. En estas primeras audiencias en que tengo la suerte de encontrarme con vosotros que venís de Roma, de Italia y de tantos otros países, deseo continuar desarrollando, como ya dije el 25 de octubre, los temas programados por Juan Pablo I, mi predecesor. El quería hablar no sólo de las tres virtudes teologales fe, esperanza y caridad, sino también de las cuatro cardinales prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Veía en ellas, en su conjunto, como siete lámparas de la vida cristiana. Como Dios lo llamó a la eternidad, pudo hablar sólo de las tres principales: fe, esperanza y caridad, que iluminan toda la vida del cristiano. Su indigno sucesor, al encontrarse con vosotros para reflexionar sobre las virtudes cardinales según el espíritu del llorado predecesor, en cierto modo quiere encender las otras lámparas junto a su tumba.

2. Hoy me toca hablar de la justicia. Y quizá va bien que sea éste el tema de la primera catequesis del mes de noviembre. Pues, en efecto, este mes nos lleva a fijar la mirada en la vida de cada hombre y, a la vez, en la vida de toda la humanidad con la perspectiva de la justicia final.

Todos somos conscientes en cierta manera de que no es posible llenar la medida total de la justicia en la transitoriedad de este mundo. Las palabras oídas tantas veces “no hay justicia en este mundo”, quizá sean fruto de un simplicismo demasiado fácil. Si bien hay en ellas también un principio de verdad profunda.

En un cierto modo la justicia es más grande que el hombre, más grande que las dimensiones de su vida terrena, más grande que las posibilidades de establecer en esta vida relaciones plenamente justas entre todos los hombres, los ambientes, la sociedad y los grupos sociales, las naciones, etc. Todo hombre vive y muere con cierta sensación de insaciabilidad de justicia porque el mundo no es capaz de satisfacer hasta el fondo a un ser creado a imagen de Dios, ni en lo profundo de la persona ni en los distintos aspectos de la vida humana. Y así, a través de este hambre de justicia el hombre se abre a Dios que “es la justicia misma”.

Jesús en el sermón de la montaña lo ha dicho de modo claro y conciso con estas palabras: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos” (Mt 5, 6).

3. Con este sentido evangélico de la justicia ante los ojos, debemos considerarla al mismo tiempo dimensión fundamental de la vida humana en la tierra: la vida del hombre, de la sociedad, de la humanidad. Esta es la dimensión ética. La justicia es principio fundamental del la existencia y coexistencia de los hombres, como asimismo de las comunidades humanas, de las sociedades y los pueblos. Además, la justicia es principio de la existencial de la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios, y principio de coexistencia de la Iglesia y las varias estructuras sociales, en particular el Estado y también las Organizaciones Internacionales. En este terreno extenso y diferenciado, el hombre y la humanidad buscan continuamente justicia; es éste un proceso perenne y una tarea de importancia suma.

A lo largo de los siglos la justicia ha ido teniendo definiciones más apropiadas según las distintas relaciones y aspectos. De aquí el concepto de justicia conmutativa, distributiva, legal y social. Todo ello es testimonio de cómo la justicia tiene una significación fundamental en el orden moral entre los hombres en las relaciones sociales e internacionales. Puede decirse que el sentido mismo de la existencia del hombre sobre la tierra está vinculado a la justicia. Definir correctamente “cuanto se debe” a cada uno por parte de todos y, al mismo tiempo, a todos por parte de cada uno, “lo que se debe” (debitum) al hombre de parte del hombre en los diferentes sistemas y relaciones, definirlo y, sobre todo, ¡llevarlo a efecto!, es cosa grande por la que vive una nación y gracias a la cual su vida tiene sentido.

A través de los siglos de existencia humana sobre la tierra es permanente, por ello, el esfuerzo continuo y la lucha constante por organizar con justicia el conjunto de la vida social en sus aspectos varios. Es necesario mirar con respeto los múltiples programas y la actividad, reformadora a veces, de las distintas tendencias y sistemas. A la vez es necesario ser conscientes de que no se trata aquí sobre todo de los sistemas, sino de la justicia y del hombre. No puede ser el hombre para el sistema, sino que debe ser el sistema para el hombre. Por ello hay que defenderse del anquilosamiento del sistema. Estoy pensando en los sistemas sociales, económicos, políticos y culturales que deben ser sensibles al hombre y a su bien integral; deben ser capaces de reformarse a sí mismos y reformar las propias estructuras según las exigencias de la verdad total acerca del hombre. Desde este punto de vista hay que valorar el gran esfuerzo de nuestros tiempos que tiende a definir y consolidar “los derechos del hombre” en la vida de la humanidad de hoy, de los pueblos y Estados.

La Iglesia de nuestro siglo sigue dialogando sin cesar en el vasto frente del mundo contemporáneo, como lo atestiguan muchas Encíclicas de los Papas y la doctrina del Concilio Vaticano II. El Papa de ahora ciertamente tendrá que volver sobre estos temas más de una vez. En la exposición de hoy hay que limitarse sólo a indicar este terreno amplio y diferenciado.

4. Por tanto, es necesario que cada uno de nosotros pueda vivir en un contexto de justicia y, más aún, que cada uno sea justo y actúe con justicia respecto de los cercanos y de los lejanos, de la comunidad, de la sociedad de que es miembro... y respecto de Dios.

La justicia tiene muchas implicaciones y muchas formas. Hay también una forma de justicia que se refiere a lo que el hombre “debe” a Dios. Este es un tema fundamental, vasto ya de por sí. No lo desarrollaré ahora, si bien no he podido menos de señalarlo.

Detengámonos ahora en los hombres. Cristo nos ha dado el mandamiento del amor al prójimo. En este mandamiento está comprendido todo cuanto se refiere a la justicia. No puede existir amor sin justicia. El amor “rebasa” la justicia, pero al mismo tiempo encuentra su verificación en la justicia. Hasta el padre y la madre al amar a su hijo, deben ser justos con él. Si se tambalea la justicia, también el amor corre peligro.

Ser justo significa dar a cada uno cuanto le es debido. Esto se refiere a los bienes temporales de naturaleza material. El ejemplo mejor puede ser aquí la retribución del trabajo y el llamado derecho al fruto del propio trabajo y de la tierra propia. Pero al hombre se le debe también reputación, respeto, consideración, la fama que se ha merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto más se revela su personalidad, carácter, inteligencia y corazón. Y tanto más caemos en la cuenta -¡y debemos caer en la cuenta!- del criterio con que debemos “medirlo” y qué significa ser justos con él.

Por todo ello es necesario estar profundizando continuamente en el conocimiento de la justicia. No es ésta una ciencia teórica. Es virtud, es capacidad del espíritu humano, de la voluntad humana e, incluso, del corazón. Además, es necesario orar para ser justos y saber ser justos.

No podemos olvidar las palabras de Nuestro Señor: “Con la medida con que midiereis se os medirá” (Mt 7, 2).

Hombre justo, hombre que “mide justamente”. Ojalá lo seamos todos. Que todos tendamos constantemente a serlo. A todos, mi bendición.

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