Credo IV > La Trinidad > El misterio de la paternidad divina


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 23 de octubre de 1985

El misterio de la paternidad divina

1. En la catequesis precedente recorrimos, aunque velozmente, algunos de los testimonios del Antiguo Testamento que preparaban a recibir la revelación plena, anunciada por Jesucristo, de la verdad del misterio de la Paternidad de Dios.

Efectivamente, Cristo habló muchas veces de su Padre, presentando de diversos modos su providencia y su amor misericordioso.

Pero su enseñanza va más allá. Escuchemos de nuevo las palabras especialmente solemnes, que refiere el Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas): "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos"..., e inmediatamente: "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo" (Mt 11, 25-27; Cf. Lc 10, 21).

Para Jesús, pues, Dios no es solamente "el Padre de Israel, el Padre de los hombres", sino "mi Padre". "Mío": precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque "llamaba a Dios su Padre" (Jn 5, 18). "Suyo" en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien solamente y recíprocamente es conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno del que más tarde surgirá el Prólogo del Evangelio de Juan.

2. "Mi Padre" es el Padre de Jesucristo: Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.

El Evangelista Juan ha transmitido con abundancia la enseñanza mesiánica que nos permite sondear en profundidad el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su Hijo unigénito.

Dice Jesús: "El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado" (Jn 12, 44). "Yo no he hablado de mi mismo; el Padre que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar" (Jn 12, 49). "En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo" (Jn 5, 19). "Pues así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo tener vida en sí mismo" (Jn 5, 26). Y finalmente: "...el Padre que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre" (Jn 6, 57).

El Hijo vive por el Padre ante todo porque ha sido engendrado por Él. Hay una correlación estrechísima entre la paternidad y la filiación precisamente en virtud de la generación: "Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado" (Heb 1, 5).

Cuando en las proximidades de Cesarea de Filipo Simón Pedro confiesa: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo", Jesús le responde: "Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre..." (Mt 16, 16-17), porque "sólo el Padre conoce al Hijo", lo mismo que sólo el "Hijo conoce al Padre" (Mt 11, 27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9).

3. De la lectura atenta de los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. A El se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: "Abbá"; también durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra (Cf. Mc 14, 36 y paralelos). Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el "Padre nuestro" (Cf. Mt 6, 9-13). Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios"(Jn 20, 17).

Así, pues, por medio del Hijo (Cf. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad. Sólo el Hijo podía revelar esta plenitud del misterio, porque sólo "el Hijo conoce al Padre" (Mt 11, 27). "A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer" (Jn 1, 18).

4. ¿Quién es el Padre?. A la luz del testimonio definitivo que hemos recibido por medio del Hijo, Jesucristo, tenemos la plena conciencia de la fe de que la paternidad de Dios pertenece ante todo al misterio fundamental de la vida íntima de Dios, al misterio trinitario. El Padre es Aquel que eternamente engendra al Verbo, al Hijo consustancial con Él. En unión con el Hijo, el Padre eternamente "espira" al Espíritu Santo, que es el amor con el que el Padre y el Hijo recíprocamente permanecen unidos (Cf. Jn 14, 10).

El Padre, pues, es en el misterio trinitario el "Principio-sin principio"." El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado" (Símbolo "Quicumque"). Es por sí solo el Principio de la Vida, que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida —es decir, la misma divinidad— la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo, que son consustanciales con Él.

Pablo, apóstol del misterio de Cristo, cae en adoración y plegaria "ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra" (Ef 3, 15), principio y modelo.

Efectivamente hay "un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 6).

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Credo IV > La Trinidad > El Padre


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de octubre de 1985

El Padre

1. "Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7). En el intento de hacer comprender la plena verdad de la paternidad de Dios, que ha sido revelada en Jesucristo, el autor de la Carta a los Hebreos se remite al testimonio del Antiguo Testamento (Cf. Heb 1, 4-14), citando, entre otras cosas, la expresión que acabamos de leer tomada del Salmo 2, así como una frase parecida del libro de Samuel:

"Yo seré para él un padre / y él será para mí un hijo" (2 Sam 7, 14):

Son palabras proféticas: Dios habla a David de su descendiente. Pero, mientras en el contexto del Antiguo Testamento estas palabras parecían referirse sólo a la filiación adoptiva, por analogía con la paternidad y filiación humana, en el Nuevo Testamento se descubre su significado auténtico y definitivo: hablan del Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre, del Hijo verdaderamente engendrado por el Padre. Y por eso hablan también de la paternidad real de Dios, de una paternidad a la que le es propia la generación del Hijo consustancial al Padre. Hablan de Dios, que es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Hablan de Dios, que engendra eternamente al Verbo eterno, al Hijo consustancial al Padre. Con relación a El Dios es Padre en el inefable misterio de su divinidad.

"Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy".

El adverbio "hoy" habla de la eternidad. Es el "hoy" de la vida íntima de Dios, el "hoy" de la eternidad, el "hoy" de la Santísima e inefable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es Amor eterno y eternamente consustancial al Padre y al Hijo.

2. En el Antiguo Testamento el misterio de la paternidad divina intratrinitaria no había sido aún explícitamente revelado. Todo el contexto de la Antigua Alianza era rico, en cambio, de alusiones a la verdad de la paternidad de Dios, tomada en sentido moral y analógico. Así, Dios se revela como Padre de su Pueblo, Israel, cuando manda a Moisés que pida su liberación de Egipto: "Así habla el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te mando que dejes a mi hijo ir..." (Ex 4, 22-23).

Al basarse en la Alianza, se trata de una paternidad de elección, que radica en el misterio de la creación. Dice Isaías: "Tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos" (Is 64, 7; 63, 16).

Esta paternidad no se refiere sólo al pueblo elegido, sino que llega a cada uno de los hombres y supera el vínculo existente con los padres terrenos. He aquí algunos textos: "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá" (Sal 26/27, 10). "Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles" (Sal 102/103, 13). "El Señor reprende a los que ama, como un padre al hijo preferido" (Prov 3, 12). En los textos que acabamos de citar está claro el carácter analógico de la paternidad de Dios-Señor, al que se eleva la oración: "Señor, Padre Soberano de mi vida, no permitas que por ello caiga... Señor, Padre y Dios de mi vida, no me abandones a sus sugestiones" (Sir 23, 1-4). En el mismo sentido se dice también: "Si el justo es hijo de Dios, Él lo acogerá y lo librará de sus enemigos" (Sab 2, 18).

3. La paternidad de Dios, con respecto tanto a Israel como a cada uno de los hombres, se manifiesta en el amor misericordioso. Leemos, por ejemplo, en Jeremías: "Salieron entre llantos, y los guiaré con consolaciones... pues yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito" (Jer 31, 9).

Son numerosos los pasajes del Antiguo Testamento que presentan el amor misericordioso del Dios de la Alianza. He aquí algunos: "Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia... Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas" (Sab 11, 24-27). "Con amor eterno te amé , por eso te he mantenido favor" (Jer 31, 3). En Isaías encontramos testimonios conmovedores de cuidado y de cariño:

"Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas...? Aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría" (Is 49, 14-15. Cf. también 54, 10). Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad (Cf. Dives in misericordia, nota 52).

4. En la plenitud de los tiempos mesiánicos Jesús anuncia muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres remitiéndose a las numerosas expresiones contenidas en el Antiguo Testamento. Así se expresa a propósito de la Providencia Divina para con las criaturas, especialmente con el hombre: "...vuestro Padre celestial las alimenta..." (Mt 6, 26; Cf. Lc 12, 24), "sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad" (Mt 6, 32; Cf. Lc 12, 30). Jesús trata de hacer comprender la misericordia divina presentando como propio de Dios el comportamiento acogedor del padre del hijo pródigo (Cf. Lc 15, 11-32); y exhorta a los que escuchan su palabra: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 36).

Terminaré diciendo que, para Jesús, Dios no es solamente "el Padre de Israel, el Padre de los hombres", sino "mi Padre".

De esto hablaremos en la próxima catequesis.

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Credo IV > La Trinidad > El Dios único es la inefable y Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de octubre de 1985


El Dios único es la inefable y Santísima Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu Santo


1. La Iglesia profesa su fe en el Dios único, que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como "Credo del Pueblo de Dios".

Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que "habitando una luz inaccesible" (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada... puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua... (cf. Insegnamenti di Paolo VI, Vol. VI, 1968, págs. 302-303.).

2. Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.

Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.

3. Este misterio —el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo— nos lo ha revelado Jesucristo: "El que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer" (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: "Id... y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"(Mt 28, 19). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar —y bautizar quiere decir "sumergir" (por esto, se bautiza con agua)— en la vida trinitaria de Dios.

Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?", Jesús había respondido: "El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor" (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a "su Padre", hasta asegurar: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al "Espíritu de verdad, que procede del Padre" y que —aseguró— "yo os enviaré de parte del Padre" (Jn 15, 26).

4. Las palabras sobre el bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros" (2 Cor 13, 13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo (1 Pe 1, 1-2).

Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.

5. De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido —y es— por su esencia, trinitaria, en cuanto que es expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden "del Padre", revelando la "economía trinitaria" presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la soteriología, es decir, mediante el conocimiento de la "economía de la salvación", que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad "inmanente", del misterio de la vida íntima de Dios.

6. En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad "Dios es amor" (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es Él en Sí mismo. Él es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

7. El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cf., por ejemplo, Sab 7, 22-30; Prov 8, 22-30; Sal 32/33, 4-6; 147, 15; Is 55, 11; Sab 12, 1; Is 11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerygma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.

8. Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de "inscribir" correctamente el misterio del Dios trino y uno "en la terminología del 'ser' ", es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la época los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.

Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el "Credo" niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia. En el período pre-niceno citamos a Tertuliano, Cipriano, Orígenes, Ireneo, en el niceno a Atanasio y Efrén Sirio, en el anterior al Concilio de Constantinopla recordamos a Basilio Magno, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno, Hilario, hasta Ambrosio, Agustín, León Magno.

9. Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra "Quicumque", y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.

El "Credo del Pueblo de Dios" de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: "Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida (cf. D.-Sch. 804)" (Insegnamenti di Paolo VI, 1968, pág. 303): realmente, ¡inefable y santísima Trinidad - único Dios!

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