Iglesia II > Imágenes > La Iglesia, misterio y sacramento


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 27 de noviembre de 1991


La Iglesia, misterio y sacramento
(Lectura: carta de san Pablo a los Colosenses, capítulo 1, versículos 24-27)

1. Según el Concilio Vaticano II, «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Esta doctrina, propuesta desde el principio de la constitución dogmática sobre la Iglesia, necesita alguna aclaración que haremos durante esta catequesis. Comencemos señalando que el texto apenas citado sobre la Iglesia como «sacramento» se encuentra en la constitución Lumen gentium, en el capítulo primero, cuyo título es «El misterio de la Iglesia» (De Ecclesiae mysterio). Por tanto, es preciso buscar una explicación de esta sacramentalidad que el Concilio atribuye a la Iglesia en el ámbito del misterio («mysterium»), tal como lo entiende este primer capítulo de la constitución.

2. La Iglesia es un misterio divino porque en ella se realiza el designio (o plan) divino de la salvación de la humanidad, a saber, «el misterio del reino de Dios» revelado en la palabra y en la misma existencia de Cristo. Jesús revela este misterio, en primer lugar, a los Apóstoles: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas» (Mc 4, 11).

El significado de las parábolas del reino, a las que ya dedicamos una catequesis, encuentra su realización primera y fundamental en la Encarnación, y su cumplimiento en el tiempo que va desde la Pascua de la cruz y de la resurrección de Cristo hasta el Pentecostés en Jerusalén, donde los Apóstoles y los miembros de la primera comunidad recibieron el bautismo del Espíritu de verdad, que los hizo capaces de dar testimonio de Cristo. Precisamente en aquel mismo tiempo, el misterio eterno del designio divino de la salvación de la humanidad asumió la forma visible de la Iglesia-nuevo pueblo de Dios.

3. Las cartas paulinas lo expresan de modo muy explícito y eficaz. En efecto, el Apóstol anuncia a Cristo «conforme... a la revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos enteros, pero manifestado al presente» (Rm 16, 25-26). «El misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 26-27): éste es el misterio revelado para consolar los corazones, para edificar la caridad y para alcanzar la inteligencia plena de la riqueza que contiene (cf. Col 2, 2). Al mismo tiempo, el Apóstol pide a los Colosenses que oren «para que Dios nos abra una puerta a la Palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo», y confía poder «darlo a conocer anunciándolo como debo hacerlo» (Col 4, 3-4).

4. Ese misterio divino, o sea, el misterio de la salvación de la humanidad en Cristo es, sobre todo, el misterio de Cristo, pero está destinado «a los hombres». Leemos en la carta a los Efesios que ese misterio «no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y participes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual -agrega el Apóstol- he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder» (Ef 3, 5-7).

5. El concilio Vaticano II recoge y vuelve a proponer esta enseñanza de Pablo cuando afirma: «Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cf. Jn 12, 32); habiendo resucitado de entre los muertos (cf. Rm 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Lumen gentium, 48). Y también: «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salutífera» (Lumen gentium, 9).

Por tanto, la iniciativa eterna del Padre, que concibe el plan salvífico, manifestado a la humanidad y realizado en Cristo, constituye el fundamento del misterio de la Iglesia en la que éste, por obra del Espíritu Santo, es participado a los hombres, comenzando por los Apóstoles. Gracias a esa participación en el misterio de Cristo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La imagen y el concepto paulino de «cuerpo de Cristo» expresan al mismo tiempo la verdad del misterio de la Iglesia y la verdad de su carácter visible en el mundo y en la historia de la humanidad.

6. El término griego mysterion ha sido traducido al latín como sacramentum. En este sentido lo usa el magisterio conciliar en los textos que acabamos de citar. En la Iglesia latina, la palabra «sacramentum» ha tomado un sentido teológico más específico, designando los siete sacramentos. Está claro que la aplicación de este sentido a la Iglesia sólo es posible de modo analógico.

En efecto, según la enseñanza del concilio de Trento, un sacramento «es el signo de una cosa santa y la expresión visible de la gracia invisible» (cf. DS, 1639). Sin duda, semejante definición puede aplicarse de modo analógico a la Iglesia.

Pero es necesario notar que esa definición no basta para expresar lo que es la Iglesia. La Iglesia es signo, pero no es sólo signo; en sí misma es, también, fruto de la obra redentora. Los sacramentos son los medios de santificación. En cambio, la Iglesia es la asamblea de las personas santificadas y constituye, por tanto, la finalidad de la intervención salvífica (cf. Ef 5, 25. 27).

Hechas estas aclaraciones, el término «sacramento» puede aplicarse a la Iglesia. En efecto, la Iglesia es el signo de la salvación realizada por Cristo y destinada a todos los hombres mediante la obra del Espíritu Santo. Es un signo visible: la Iglesia, como comunidad del pueblo de Dios, tiene un carácter visible. También es un signo eficaz, pues la adhesión a la Iglesia otorga a los hombres la unión con Cristo y todas las gracias necesarias para la salvación.

7. Cuando se habla de los sacramentos como signos eficaces de la gracia salvífica, instituidos por Cristo y celebrados en su nombre por la Iglesia, la analogía de la sacramentalidad con respecto a la Iglesia subsiste a través del vínculo orgánico entre la Iglesia y los sacramentos; de todas formas, hay que tener en cuenta que no se trata de una identidad sustancial. No es posible, desde luego, atribuir a todo el conjunto de las funciones y de los ministerios de la Iglesia la institución divina y la eficacia de los siete sacramentos. Por otra parte, en la Eucaristía hay una presencia sustancial de Cristo, que ciertamente no puede extenderse a toda la Iglesia. Dejamos para otro momento una explicación más ampliada de esas diferencias. Pero podemos concluir esta catequesis con la gozosa observación de que el vínculo orgánico entre la Iglesia-sacramento y cada uno de los sacramentos es muy estrecho y esencial precisamente en lo referente a la Eucaristía. En efecto, la Eucaristía actúa y hace presente a la Iglesia, en la medida en que ésta (como sacramento) celebra la Eucaristía. La Iglesia se manifiesta en la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia. Sobre todo en la Eucaristía la Iglesia es y se convierte cada vez más en el sacramento «de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium, 1).

Leer más...

Iglesia II > Imágenes > La Iglesia, cuerpo de Cristo


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 20 de noviembre de 1991


La Iglesia, cuerpo de Cristo
(Lectura: 1ra. carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 10, versículos 15-17)

1. San Pablo utiliza la imagen del cuerpo para representar la Iglesia: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Es una imagen nueva. Mientras el concepto de «pueblo de Dios», que hemos explicado en las últimas catequesis, pertenece al Antiguo Testamento, y es recogido y enriquecido en el Nuevo, la imagen de «cuerpo de Cristo», empleada también por el concilio Vaticano II al hablar de la Iglesia, no tiene precedentes en el Antiguo Testamento. Se encuentra en las cartas de san Pablo, a las que acudiremos, sobre todo, en esta catequesis. Muchos exégetas y teólogos de nuestro siglo han estudiado esa imagen en san Pablo, en la tradición patrística y teológica ―que deriva de él― y en la validez que posee para presentar a la Iglesia hoy. También el Magisterio pontificio la ha recogido, y el Papa Pío XII le dedicó una memorable encíclica, titulada precisamente Mystici Corporis Christi (1943).

Conviene notar, asimismo, que en las cartas de san Pablo no encontramos el calificativo «místico», que aparecerá sólo más tarde; en las cartas paulinas se habla del «cuerpo de Cristo», estableciendo simplemente una comparación realista con el cuerpo humano. En efecto, escribe el Apóstol que «del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1 Co 12, 12).

2. El Apóstol, con esas palabras, quiere poner de relieve la unidad y, al mismo tiempo, la multiplicidad que es propia de la Iglesia. «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12, 4-5). Se podría decir que, mientras el concepto de «pueblo de Dios» subraya la multiplicidad, el de «cuerpo de Cristo» «destaca la unidad dentro de la multiplicidad, indicando sobre todo el principio y la fuente de esa unidad: Cristo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros» (1 Co 12, 27). «También nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo» (Rm 12, 5). Por consiguiente, pone de relieve la unidad Cristo-Iglesia, y la unidad de los muchos miembros de la Iglesia entre sí, en virtud de la unidad de todo el cuerpo con Cristo.

3. El cuerpo es el organismo que, precisamente por ser organismo, expresa la necesidad de cooperación entre los diversos órganos y miembros en la unidad del conjunto, compuesto y ordenado de esa manera, según san Pablo, «para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros» (1 Co 12, 25). «Más bien los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables»(1 Co 12, 22). Y el Apóstol llega incluso a decir que «somos miembros los unos de los otros» (Rm 12, 5) en el cuerpo de Cristo, la Iglesia. La multiplicidad de los miembros y la variedad de las funciones no pueden ir en perjuicio de la unidad, así como la unidad no puede anular o destruir la multiplicidad y la variedad de los miembros y de las funciones.

4. Es una exigencia de armonía «biológica» del organismo humano que, trasladada a modo de analogía al plano eclesiológico, indica la necesidad de la solidaridad entre todos los miembros de la comunidad-Iglesia. En efecto, escribe el Apóstol: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo» (1 Co 12, 26).

5. Se puede decir, por tanto, que el concepto de Iglesia como «cuerpo de Cristo» es complementario con respecto al concepto de «pueblo de Dios». Se trata de la misma realidad, expresada según los dos aspectos de unidad y de multiplicidad, con dos analogías diversas.

La analogía del cuerpo pone de relieve sobre todo la unidad de vida: los miembros de la Iglesia se hallan unidos entre sí en virtud del principio de la unidad en la idéntica vida que proviene de Cristo. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo» (1 Co 6, 15). Se trata de la vida espiritual, más aún, de la vida en el Espíritu Santo. Cristo ―como leemos en la constitución conciliar sobre la Iglesia― «a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su Espíritu» (Lumen gentium, 7). De este modo, Cristo mismo es «la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1, 18). La condición para participar en la vida del cuerpo es la unión con la cabeza, «de la cual todo el cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios» (Col 2, 19).

6. El concepto paulino de «cabeza» (Cristo-cabeza del cuerpo que es la Iglesia) significa en primer lugar el poder que le pertenece sobre todo el cuerpo: un poder supremo, a propósito del cual leemos en la carta a los Efesios que Dios «bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia» (Ef 1, 22). Como cabeza, Cristo transmite a la Iglesia, cuerpo su vida divina, a fin de que crezca «en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4, 15-16).

Como cabeza de la Iglesia, Cristo es el principio y la fuente de cohesión entre todos los miembros del cuerpo (cf. Col 2, 19). Es el principio y la fuente de crecimiento en el Espíritu: de él todo el cuerpo recibe el crecimiento para su edificación en el amor (cf. Ef 4, 16). Por eso el Apóstol exhorta a ser «sinceros en el amor» (Ef 4, 15). El crecimiento espiritual del cuerpo de la Iglesia y de cada uno de sus miembros es un crecimiento «desde Cristo» «(principio) y, al mismo tiempo, «hacia Cristo» (fin). Nos lo dice el Apóstol, cuando completa su exhortación así: «Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4, 15).

7. Debemos añadir también que la doctrina de la Iglesia como cuerpo de Cristo-cabeza tiene una relación muy íntima con la Eucaristía. En efecto, el Apóstol pregunta: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Co 10, 16). Se trata, desde luego, del cuerpo personal de Cristo, que recibimos de modo sacramental en la Eucaristía bajo la especie del pan. Pero, siguiendo su idea, san Pablo responde a la pregunta planteada: «Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 17). Y este «un solo cuerpo» son todos los miembros de la Iglesia, unidos espiritualmente a la cabeza, que acaba de identificar con Cristo en persona.

La Eucaristía, como sacramento del cuerpo y la sangre personal de Cristo, forma la Iglesia, que es el cuerpo social de Cristo en la unidad de todos los miembros de la comunidad eclesial. Baste por ahora esta breve explicación de una admirable verdad cristiana, sobre la cual hemos de volver cuando, Dios mediante, tratemos sobre la Eucaristía.

Leer más...

Iglesia II > Imágenes > La Iglesia, pueblo universal


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de noviembre de 1991


La Iglesia, pueblo universal
(Lectura: Hechos de los Apóstoles, capítulo 13, versículos 44-47)

1. La Iglesia es el pueblo de Dios de la nueva Alianza, como hemos visto en la catequesis anterior. Este pueblo de Dios tiene una dimensión universal: es el tema de la catequesis de hoy. Según la doctrina del concilio Vaticano II, «el pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo (firmissimum germen) de unidad, de esperanza y de salvación» (Lumen gentium, 9). Esa universalidad de la Iglesia como pueblo de Dios está en íntima relación con la verdad revelada sobre Dios como Creador de todo lo que existe, Redentor de todos los hombres y Autor de santidad y de vida en todos con el poder del Espíritu Santo.

2. Sabemos que la antigua Alianza fue establecida con un solo pueblo elegido por Dios, Israel. Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento se hallan textos que anuncian la futura universalidad. Esta universalidad aparece insinuada en la promesa hecha por Dios a Abraham: «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3), promesa renovada en otras ocasiones y extendida a «los pueblos todos de la tierra» (Gn 18, 8). Otros textos precisan que esta bendición universal sería comunicada por medio de la descendencia de Abraham (Gn 22, 18), de Isaac (Gn 6, 4) y de Jacob (Gn 28, 14). La misma perspectiva, con otros términos, aparece en los profetas, y en especial en el libro de Isaías: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte de Yahveh, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos"... Él juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos» (Is 2, 2-4). «El Señor de los ejércitos hará a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... Consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes» (Is 25, 6-7). Del Deutero-Isaías provienen las predicciones referentes al «Siervo de Yahveh»: Yo, Yahveh,... te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42, 6). Es también significativo el libro de Jonás, cuando describe la misión del profeta en Nínive, fuera del ámbito de Israel (cf. Jon 4, 10. 11).

Estos y otros pasajes nos dan a entender que el pueblo elegido de la Antigua Alianza era una prefiguración y una preparación del futuro pueblo de Dios, que tendría una dimensión universal. Por esto, después de la resurrección de Cristo, la «Buena Nueva» fue anunciada sobre todo a Israel (Hch 2, 36; 4, 10).

3. Jesucristo fue el fundador del pueblo nuevo. El anciano Simeón había descubierto ya en Jesús niño la «luz de las gentes», anunciada en la profecía de Isaías que hemos citado (Is 42, 6). Fue él quien abrió el camino de los pueblos a la universalidad del nuevo pueblo de Dios, como escribe san Pablo: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2, 14). Por eso, «ya no hay judío ni griego..., ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). El apóstol Pablo fue el principal heraldo del alcance universal del nuevo pueblo de Dios. Especialmente de su enseñanza y de su acción, que derivaba de Jesús mismo, pasó a la Iglesia la firme convicción acerca de la verdad según la cual en Jesucristo todos han sido elegidos, sin ninguna distinción de nación, lengua o cultura. Como dice el concilio Vaticano II, «el pueblo mesiánico», que nace del Evangelio y de la redención mediante la cruz, es un firmissimum germen («germen segurísimo») de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 9).

La afirmación de esta universalidad del pueblo de Dios en la nueva Alianza se encuentra, para iluminarla desde lo alto, con las aspiraciones y los esfuerzos con que los pueblos, especialmente en nuestros días, buscan la unidad y la paz, obrando sobre todo en el ámbito de la vida internacional y de su organización vital. La Iglesia no puede menos de sentirse involucrada en ese movimiento histórico, en virtud de su misma vocación y misión originaria.

4. El Concilio prosigue asegurando que Cristo instituyó el pueblo mesiánico -la Iglesia- para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, y «se sirve también de él como instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (cf. Lumen gentium, 9). Esta apertura a todo el mundo, a todos los pueblos, a todo lo humano, pertenece a la constitución misma de la Iglesia, brota de la universalidad de la redención obrada en la cruz y en la resurrección de Cristo (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15) y encuentra su consagración el día de Pentecostés, a través de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la comunidad de Jerusalén, primer núcleo de la Iglesia. Desde aquellos días, la Iglesia tiene conciencia de la llamada universal de los hombres a formar parte del pueblo de la nueva Alianza.

5. Dios ha convocado a formar parte de su pueblo a toda la comunidad de los que miran con fe a Jesús, autor de la salvación y fuente de paz y de unidad. Esta «comunidad convocada» es la Iglesia, instituida «a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien transciende a los tiempos y las fronteras de los pueblos» (Lumen gentium, 9). Es la enseñanza del Concilio, que prosigue: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13, 1; Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13, 14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque fue Él quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social» (Lumen gentium, 9).

La universalidad de la Iglesia responde, por tanto, al designio trascendente de Dios, que obra en la historia humana en virtud de la misericordia «que quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm 2, 4).

6. Esta voluntad salvífica de Dios Padre es la razón y el objetivo de la acción que la Iglesia lleva a cabo desde el principio para responder a su vocación de pueblo mesiánico de la nueva Alianza, con un dinamismo abierto a la universalidad, como Jesús mismo indica en el mandato y en la garantía que da a Pablo de Tarso, el Apóstol de los gentiles: «Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí» (Hch 26, 17-18).

7. La nueva Alianza, a la que está llamada la humanidad, es también una alianza eterna (cf. Hb 13, 20), y por eso el pueblo mesiánico está marcado con una vocación escatológica. Es lo que nos asegura de modo especial el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que pone de relieve el carácter universal de una Iglesia extendida en el tiempo y, más allá del tiempo, en la eternidad. En la gran visión celeste, que sigue en el Apocalipsis a las cartas dirigidas a las siete Iglesias, el Cordero es alabado solemnemente porque ha sido inmolado y ha rescatado para Dios con su sangre «hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» y ha hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes (cf. Ap 5, 9-10). En una visión sucesiva, Juan ve «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono (de Dios) y del Cordero» (Ap 7, 9), Iglesia de la tierra e Iglesia del cielo, Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores, Iglesia de los bienaventurados, Iglesia de los hijos de Dios en el tiempo y en la eternidad: es la única realidad del pueblo mesiánico, que se extiende más allá de todos los límites de espacio y de toda época histórica, según el plan divino de la salvación, que se refleja en la catolicidad.

Leer más...

Iglesia II > Imágenes > La Iglesia, pueblo de Dios


JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de noviembre de 1991


La Iglesia, pueblo de Dios
(Lectura: 1ra. carta de san Pedro, capítulo 2, versículos 9-10)

1. Según el programa y el método que nos hemos propuesto, podemos comenzar también esta catequesis con la lectura de un pasaje de la constitución conciliar Lumen gentium que dice así: «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que lo confesara en verdad y lo sirviera santamente (...). Pactó con él una alianza y lo instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí» (n. 9). El objeto de la catequesis anterior era ese pueblo de Dios en la Antigua Alianza. Pero el Concilio agrega enseguida que «todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne» (Lumen gentium, 9). Todo este pasaje de la constitución conciliar sobre la Iglesia que hemos citado se encuentra al comienzo del capítulo II, titulado «El pueblo de Dios».
Efectivamente, según el Concilio, la Iglesia es el pueblo de Dios de la Nueva Alianza. Éste es el pensamiento que san Pedro transmite ya a las primeras comunidades cristianas: «Vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el pueblo de Dios» (1 P 2, 10).

2. En su realidad histórica y en su misterio teológico, la Iglesia emerge del pueblo de Dios de la Antigua Alianza. Aunque se la designa con el nombre qahal (=asamblea), se desprende claramente del Nuevo Testamento que ella es el pueblo de Dios constituido de un modo nuevo por obra de Cristo y en virtud del Espíritu Santo.

San Pablo escribe en la segunda Carta a los Corintios: «Nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: "Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mí pueblo"» (6, 16). El pueblo de Dios se constituye de un modo nuevo, porque forman parte de él todos los creyentes en Cristo, sin «ninguna discriminación» entre judíos y no judíos (cf. Hch 15, 9). San Pedro lo afirma claramente en los Hechos de los Apóstoles al referir que «Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre» (Hch 15, 14). Y Santiago declara que «con esto concuerdan los oráculos de los Profetas» (Hch 15, 15).

San Pablo nos da otra confirmación de esta perspectiva, durante su primera estancia en la ciudad pagana de Corinto, donde oyó estas palabras de Cristo: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles (...) pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad» (Hch 18, 9-10). Finalmente, en el Apocalipsis se proclama: «Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, "Dios-con-ellos", será su Dios» (Ap 21, 3).

De todo esto se trasluce la conciencia que desde el principio existe en la Iglesia sobre la continuidad y al mismo tiempo la novedad de su realidad como pueblo de Dios.

3. Ya en el Antiguo Testamento, Israel debió el hecho de ser pueblo de Dios a una elección y a una iniciativa divina. Pero estaba limitada a una única nación. El nuevo pueblo de Dios supera esa frontera. Comprende en sí a hombres de todas las naciones, lenguas y razas. Tiene carácter universal, es decir, católico. Como dice el Concilio: «Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios» (Lumen gentium, 9). El fundamento de esa novedad ―el universalismo― es la redención obrada por Cristo. Por eso, «también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta» (Hb 13, 12). «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 17).

4. Así se ha formado el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, que había sido anunciada por los profetas del Antiguo Testamento, en particular por Jeremías y Ezequiel. Leemos en Jeremías: «He aquí que días vienen ―oráculo del Señor― en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza» (31, 31). «Ésta será la alianza que yo pacté con la casa de Israel, después de aquellos días ―oráculo del Señor―: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33).

El profeta Ezequiel hace que se transparente aún más la perspectiva de una efusión del Espíritu Santo en la que se cumplirá la Nueva Alianza: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36, 26-27).

5. El Concilio saca principalmente de la primera Carta de Pedro su enseñanza sobre el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, heredero de la Antigua Alianza. «Quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5-6), pasan, finalmente, a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición (...), que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (Lumen gentium, 9). Como se ve, esta doctrina conciliar subraya, con san Pedro, la continuidad del pueblo de Dios con el de la Antigua Alianza, pero destaca asimismo la novedad, en cierto sentido absoluta, del nuevo pueblo instituido en virtud de la redención de Cristo, salvado (= adquirido) por la sangre del Cordero.

6. El Concilio describe la novedad de «este pueblo mesiánico» que «tiene por cabeza a Cristo, que "fue entregado por nuestros pecado y resucitó para nuestra salvación" (Rm 4, 25) (...). La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13, 34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos él mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3, 4), y "la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21)» (Lumen gentium, 9).

7. Se trata de la descripción de la Iglesia como pueblo de Dios de la Nueva Alianza (cf. Lumen gentium, 9), núcleo central de la humanidad nueva llamada en su totalidad a formar parte del nuevo pueblo. En efecto, el Concilio añade que «el pueblo mesiánico (...) aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16)» (Lumen gentium, 9).

La próxima catequesis la dedicaremos a este tema fundamental y fascinante.

Leer más...